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—Pues tome su revólver y póngase las botas.
Cuanto antes salgamos será mejor, ya que el individuo puede apagar la
vela y marcharse.
A los cinco minutos estábamos fuera e
iniciábamos nuestra expedición. Nos apresuramos por los oscuros
matorrales, en medio del lúgubre sonido del viento otoñal y el susurro
de las hojas que caían. El aire de la noche estaba cargado con el olor
de humedad putrefacta de la vegetación. De vez en cuando la luna se
asomaba por unos instantes, pero por la faz del cielo corrían nubarrones
y en el momento en que salimos al páramo empezó a llover. La luz seguía
brillando inmóvil frente a nosotros.
—¿Va usted armado?
—Llevo un arma de caza.
—Debemos cercarle inmediatamente, ya que dicen
que es un individuo desesperado. Le cogeremos por sorpresa y le
tendremos a merced nuestra antes de que pueda resistirse.
—Oiga, Watson —dijo entonces el baronet—. ¿Qué dirá Holmes de esto? ¿Qué pasa con esas horas de oscuridad en que los poderes del mal andan sueltos?
Como respondiendo a sus palabras, por la inmensa
negrura del páramo se elevó de pronto aquel extraño aullido que ya
había oído anteriormente junto a la gran ciénaga. El viento arrastró, en
medio del silencio de la noche, un largo y profundo murmullo, luego un
aullido creciente y, por último, un triste lamento que se fue perdiendo
gradualmente. Sonó una y otra vez, haciendo que el aire vibrase con
aquel sonido estridente, salvaje y amenazador. El baronet me tomó del brazo y, a pesar de la oscuridad, pude ver la palidez que le cubrió el rostro.
Arthur Conan Doyle