jueves, 12 de noviembre de 2015

El arpa de hierba

  
Hoy, cuando salí del pueblo con el grupo del sheriff, yo era un hombre convencido de que mi vida  se acabaría sin que hubiera compartido nada con nadie y sin dejar rastro. Ahora creo que no voy a ser tan desafortunado. Señorita Dolly, ¿cuánto tiempo ha pasado? ¿Cincuenta, sesenta años? Fue en aquellos años en que la veía a usted, una niña tiesa y ruborosa en el carro de su padre... del que no se bajaba nunca porque no quería que nosotros, los chicos del pueblo, nos diésemos cuenta de que no llevaba zapatos.
        
        -Ellas llevaban zapatos, Dolly y Esa intervino Catherine-. Era yo quien no llevaba                  zapatos.
       -Todos estos años la he seguido viendo -siguió el juez-, pero no supe ni podía saber,              hasta hoy, lo que es usted, Dolly: un espíritu, una pagana...
       - ¿Pagana...? -interrogó Dolly, alarmada al mismo tiempo que interesada.
      - Después; antes, un espíritu, alguien que no se puede conocer sólo con los ojos. Los espíritus aceptan la vida, dan por sentadas sus diferencias y, en consecuencia, siempre tienen problemas. Yo quizá no debí ser juez, pues como tal he estado muchas veces en el lado equivocado: la ley no admite diferencias. ¿Recuerdan al viejo Carper, el pescador que tenía una casa flotante en el río? Le echaron de la ciudad porque quiso casarse con una bonita muchacha negra. me parece que ella trabaja ahora para la señora Postum. Y ella le quería. Solía verlos cuando iba a pescar y eran muy felices juntos; la chica fue para él algo  que nadie fue nunca para mí, esa persona única en el mundo a la que todo puede confiársele.

Truman Capote:  El arpa de hierba, 
Anagrama, Barcelona, 1991
Traducción de J. Adsuar
Páginas  71 y 72