Otro amigo, R., me habló de cierto
libro inencontrable que había estado intentando localizar sin éxito, husmeando
en librerías y catálogos en busca de una obra supuestamente excepcional que
tenía muchas ganas de leer, y cómo, una tarde que paseaba por la ciudad, tomó
un atajo a través de la Grand Central Station, subió la escalera que lleva a
Vanderbilt Avenue, y descubrió a una joven apoyada en la baranda de mármol con
un libro en la mano: el mismo libro que él había estado intentando localizar
tan desesperadamente.
Aunque no es alguien que normalmente
hable con desconocidos, R. estaba tan asombrado por la coincidencia que no se
pudo callar.
— Lo crea o no —le dijo a la joven—, he
buscado ese libro por todas partes.
— Es estupendo —respondió la joven—. Acabo
de terminar de leerlo.
— ¿Sabe dónde podría encontrar otro
ejemplar? —preguntó R.—. No puedo decirle cuánto significaría para mí.
— Éste es suyo —respondió la mujer.
— Pero es suyo —dijo R.
— Era
mío —dijo la mujer—, pero ya lo he acabado. He venido hoy aquí para dárselo.
Paul Auster: El cuaderno rojo. Barcelona: Anagrama, 1994, pp. 53-54.
Paul Auster (1947) |
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