En aquella casa, el verano era denso y los pasos por el largo pasillo que conducían a las habitaciones, interminables. A la hora de la siesta, yo me internaba en el cuarto ahuyentando mi falta de identidad; hasta los olores me eran ajenos y confirmaban mi situación real de extraña para ellos. En esas horas de languidez y sopor, cuando las chicharras han acabado con el símbolo placentero del verano, abría mi libro y me dejaba llevar por inquietantes frases ya subrayadas, para después repetirlas hasta con cierta dulzura compartida, como un mantra justo al límite de la ensoñación: “El doctor K. sabe que en esta ciudad hay un ángel de bronce que acaba con la vida de los viajeros procedentes del norte y ansía marcharse con todas sus fuerzas”. Eso es Vértigo de W. G. Sebald.
lunes, 3 de octubre de 2011
Vértigo, de W. G. Sebald
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